Decidí volver a casa. Me dispuse a cruzar cuando vi que el
semáforo estaba en rojo pero en el preciso instante en que puse un pie en el
asfalto un ciclista pasó por mi lado y cayó con tan mala suerte que se manchó
todo de barro. Le quise ayudar pero no me dio tiempo. Se levantó él solo.
Rápidamente se montó en la bici y se alejó de mí regalándome una mirada.
No dejaba de preguntarme por qué aquél hombre no me había
dicho nada pero continué hacia la Estación del Norte pasando cerca del Parque
de la Ciudadela sin perder detalle de los diversos cantos que producían los
pajaritos que allí habitaban. No lo pude evitar, mis pies me acabaron llevando
dentro de aquel parque que tantos momentos me recordaba. Y mientras pensaba en
los largos paseos de los que disfrutaba junto a mi padre cuando tenía 9 años mi
mirada se nubló y pude ver su silueta. Ahí estaba él, mirándome, sin hacer nada
más.
Los
años habían pasado y continuar con su presencia me tranquilizaba. A sus 73 años
mi padre estaba hecho un toro. Lo observé riendo. Llevaba aquella chaqueta de
cuero que nunca se quitaba y su camisa de cuadros rojos y verdes que le ayudaba
a rejuvenecer su aspecto. Su mano se posó levemente en mi hombro y sentí
seguridad. Sólo nos dijimos un “hola” y seguimos andando en línea recta observando
a un hombre disfrazado de payaso con un traje de vivos colores que hacia
enormes burbujas de jabón. Los niños se acercaban corriendo y saltaban
alrededor de éstas que se iban explotando a medida que las manos de esas
pequeñas criaturas las rozaban.
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